Suchitoto, El Salvador. Dicen que el añil es el sexto color del arco iris. También el de las ropas que cuelgan en el taller de artesanías Pájaro-Flor donde Ana e Irma pasan buena parte de su tiempo. Este par de salvadoreñas venden de lunes a domingo las prendas que diez costureras confeccionan para ganarse unos dólares al mes. Casi todas proceden de zonas rurales cercanas a Suchitoto, un municipio a unos 50 kilómetros de la capital del país, y han vivido episodios de violencia familiar o en la pareja.
Suchitoto fue una de tantas ciudades afectadas por la guerra civil que oficialmente se desató entre 1980 y 1992 en el pequeño estado centroamericano, aunque las tensiones sociales se sintieran mucho antes. Miles se refugiaron en Estados Unidos y otros países, mientras que gran parte de los que se quedaron tuvieron que desplazarse entre los 14 departamentos que conforman el estado. Los Acuerdos de paz de Chapultepec que en teoría pusieron fin al conflicto facilitaron, en algunos casos, que “la gente volviera de nuevo a repoblar su lugar de origen. Ahí fue donde surgió empezar a organizar a las mujeres”, explica Ana.
Una integrante de la Concertación de mujeres de la zona seleccionó en distintas comunidades a varias de las costureras que aún hoy trabajan en el taller. “Vino alguien que ya sabía de bordado y nos dio unas clases. No más empezamos con pedacitos de manta, dos madejitas de hilo, como para practicar puntadas para bordar”, narra Irma, de 43 años.
“Los primeros dos años fueron bastante duros”, reconoce Ana, tanto en lo político, como en lo laboral. “Las que iniciamos sabíamos confeccionar un poco y bordar también, pero no sabíamos lo que era ya combinaciones de colores y todas esas cosas”, cuenta Irma. Por eso, la profesora que llegó “trajo pinturas y nos puso en papeles a hacer mezclas de colores y comparar”. Al principio no contaban con infraestructura, aunque gracias a un capital semilla, comenzaron a equipar el local y recibir formación.
Después de un tiempo, sintieron deseos de seguir avanzando: “Queríamos sacar producción y gestionar por ahí después de las clases de aprendizaje. Alguna máquina, más materia prima. […] Empezamos a hacer algunas prendas; algunas ONG nos recomendaban extranjeros que venían y empezamos a vender la ropa bordada”, recuerda la mujer. Todas se han ido especializando en una parte del proceso y ahora cada prenda lleva el nombre de la artesana que la confeccionó y le dio color.
Jóvenes y mayores se acercan ahora al establecimiento en busca de consejo, y es que la experiencia acumulada ha servido para empoderar a otras mujeres. “Estamos ahí constantes en algunas charlas de formación, de liderazgo, de convivencia”, aseguran. Iniciativas como ésta suponen un cambio en los roles patriarcales más comunes en la sociedad e influyen en las relaciones familiares y el ámbito público. Acercarse a la igualdad de derechos en la práctica al principio resultó “conflictivo”, según explica Irma. “Ya a estas alturas [los hombres] están un poco sensibilizados también”, cuenta. “Nos enseñaron cómo tratar, involucrarles, concientizar a nuestros hijos, a nuestros maridos. Ha sido un proceso completo. Ha sido una lucha dura, complicada”.
Las trabajadoras organizadas acuden a ferias y se coordinan con otras redes feministas en una combinación de activismo y producción económica. “Ahorita contamos con etiquetas exclusivas para el añil”, expone Irma. Añil que sigue viajando de Centroamérica a la Península gracias a iniciativas como las de estas mujeres de Suchitoto. Reconocen que quedan muchas barreras por superar y el camino está siendo difícil, pero gratificante. La vehemencia de Ana parece contagiosa cuando sonríe y sentencia: “Estamos ahí, en la lucha”.
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